Las comparaciones son odiosas pero solo por término medio. Mientras para uno de los términos lo son, para el otro resultan nutritivas y untuosas como una crema perfumada que se extiende y se absorbe y produce profundo bienestar. Nos comparamos para sentirnos mejor, para sentir poder.
Esta vez pillé la escena en el súper. Me siento algo sanguijuela, peor, carroñera, pero es una afición que ni planteo abandonar porque me depara un intenso placer que compensa con creces la molestia infinita de ir a comprar y aguantar a quienes no cogen número y se cuelan y me obligan a denunciar, respetuosa pero asertiva, la violación de la norma, actitud discutible pero compensatoria que adopté tiempo atrás para vengar una infancia ninguneada en numerosos comercios de comestibles. En fin, que el abastecimiento es un trabajo como otro cualquiera.
Reconstruyo. A se dirige a B y le pregunta que qué tal, que cuánto tiempo. Recibe cumplida respuesta y le pregunta por el marido. “El marido bien”, escucha y escucho y, ahí, A se lanza con “¿Tienes nietos?” “Uno”, contesta B. “¿Sólo uno?”, repregunta A y sin tregua, sigue: “Pues yo tengo seis”. Intuyo que la contestación la coloca en lo alto de un podio, como si de un Nobel vicario se tratara. B, de forma consciente o inconsciente, acusa el golpe y remacha: “Y desde hace poco”. Vaya, que si le llega a preguntar hace unos meses, ni eso.
Así, la feliz noticia de la presencia de un bebé nace transmutada en descalificación por abuelidad insuficiente. En mi maldad, deseaba una respuesta oral del tipo: “Ya, seis, tienes cara de cansada”, o gestual, que B sacudiera la caspa, real o imaginaria, de las solapas de A. Pero B, aunque certera, no era rencorosa y contestó: “Bueno, esas decisiones no son nuestras”.