El otro día, una maestra con largo recorrido en las aulas me hacía partícipe de una percepción creciente. Trabaja con niñas y niños pequeños y relata un fenómeno que se va repitiendo e intensificando con los años. Cuando las criaturas trabajan de forma individual, se comportan de una manera que se podría calificar en general de responsable: prestan atención a los procedimientos, cumplen el cometido asignado y se preocupan por el resultado conseguido. Si en esos momentos miráramos por un agujerico, veríamos seres de corta estatura incorporando rutinas de comprensión, aplicación de conocimientos, indagación y exposición más que correctos. Muy similares a los del mundo adulto.
Si no abandonáramos nuestra observación tras el hipotético agujero, advertiríamos que cuando trabajan en grupo y es necesaria la aportación de ideas y argumentos y el contraste de pareceres ofrecen también una réplica ajustada, pero esta vez ruidosa y poco favorecedora. En gran medida, cada intervención trata de negar, tapar o contradecir la anterior sin atender a su contenido, sin preguntar ni rastrear puntos de encuentro, sin posibilidad de ir accediendo a la complejidad de las cuestiones planteadas y sin lugar para afinar, explicar, comprender. Dice mi amiga la maestra que es una manifestación de individualismo preocupante. Es decir, que se confrontan personas, roles más que ideas.
Me cuadra. Estoy leyendo La fantasía de la individualidad, un esclarecedor trabajo de Almudena Hernando, que sitúa con claves históricas y culturales este concepto que nos resulta tan imprescindible como problemático. Somos muy poquito sin el grupo, sin los grupos de distintas dimensiones que nos sustentan y, a la vez, necesitamos una definición personal clara y distinta. Nos movemos con bastante inconsciencia entre ambos extremos de la escala y dejamos las llaves de los peligrosos vehículos que utilizamos para hacerlo puestas al alcance de los críos.