El sábado salió todo el mundo a la calle. Por la mañana para sentir el sol pujante en la cara y por la tarde, aunque el viento cambió y hacía falta chaqueta, a afirmar la voluntad de no soltar una primavera que se ha hecho de rogar. La feria del libro, la tómbola, una manifestación a favor del euskera y la afluencia de población que a su bola había coincidido en potear, dar una vuelta o ventilarse daban a lo viejo mucho ambiente, categoría que en el imaginario colectivo incluye muchedumbres, locales petados y dificultad de desplazamiento.
Pero tuvimos suerte y encontramos una mesa vacía en una terraza. Cerca, unos jóvenes vestidos de futbolistas con su árbitro incorporado efectuaban movimientos y maniobras grupales. Parecían más dirigidas a sí mismos que hacia el exterior, pero no nos engañemos, estaban en la Plaza del Castillo, es la doble vertiente del teatro de calle de las despedidas de soltero. Más tarde vimos, derrengadas en las pijotxoznas, a unas chicas con delantal de lunares que se tomaban un descanso.
Mi primer pensamiento fue que la vida ya da bastantes oportunidades para hacer el ridículo como para programarlas. Siempre me impacta el exhibicionismo torpe y vocinglero cuando no zafio y directamente desagradable de estos grupos que procesionan los fines de semana. Si uno o una se casan porque quieren, ¿por qué transmiten la contradictoria sensación de lamento porque se acaba lo bueno?, ¿por qué si es de suponer que estos jóvenes han tenido acceso a la práctica de una sexualidad elegida y autónoma pasean con frecuencia un repertorio de complementos anatómicos de una elementalidad rayana en lo patológico, como de decir pito y reírse? Y luego, pásmate, se casan vestidos de archiduques, más finos que el coral y venga a darle al Canon de Palchelbel.