Cultura y fiesta
El resultado natural de vivir es acabar de hacerlo. Pero, como además de naturaleza somos cultura, es decir, separación de la naturaleza, esta circunstancia, lejos de ser aceptada con naturalidad suele no sernos deseable ni grata (a grandes rasgos, claro, aquí podríamos alargarnos) y en consecuencia, hemos destinado gran cantidad de esfuerzos como especie a combatirla o retrasarla. La salud, la calidad de vida y la seguridad nos preocupan y dedicamos presupuestos, neuronas y recursos que consideramos, y lo son, aún insuficientes en nuestro entornillo, más aún si ampliamos la mirada y la hacemos planetaria. En nuestra comunidad así es la mayor parte del año. Valoramos los procedimientos de inspección alimentaria, la seguridad laboral, el buen funcionamiento de los semáforos, el control de decibelios, el calendario de vacunas y la solidez de las barandillas. ¿Para qué? Para vivir más y mejor. La cultura, entendida como todo lo que no es naturaleza, es construcción de objetos, pensamientos, costumbres, códigos, rituales, expectativas, normas, y en parte centra su objeto en combatir a la naturaleza en favor de la vida: neutralizar o eliminar la amenaza de toros, serpientes, virus o sunamis, atenuar la fuerza de la gravedad o fundir las placas de hielo en el piso. Es para sentir un sano orgullo de especie. Como lo es haber inventado las fiestas. No es así cuando al amparo de la cultura, la fiesta y la tradición se sanciona la celebración del riesgo inútil y la banalización de las amenazas reales, y se destina a ello fondos públicos y al cabo del verano la diversión se salda con muertes de protagonistas y espectadores. En estas ocasiones, yo, que quiero antibióticos si tengo una infección, me hago unas cuantas preguntas. Y al serlo todo, la cultura no es ninguna respuesta.