Ellas que están ahí
Hace muchos años, un verano, sobre las diez de la noche, se subió un hombre a un autobús urbano. Su presencia ocasionó molestias al pasaje desde el primer momento. Apenas podía mantener el equilibrio. Iba muy bebido y daba tumbos por el pasillo. Vociferaba sin parar y chocaba a derecha e izquierda. Al principio, las reacciones fueron caras de sorpresa o censura, pronto, comentarios en voz alta que se mantuvieron durante todo el trayecto. No creo que se enterara, porque daba la impresión de prestar su voz a la discusión de unos cuantos personajes interiores. Vino a parar al lado de la puerta, junto a nuestro grupo, y al repertorio de incomodidades hubo que añadir un olor nauseabundo. Diez minutos más tarde, nos bajamos en la misma parada y le vimos entrar en un club de alterne.
Desde entonces, cada vez que surge el tema de la prostitución pienso en la mujer que esa noche tuvo que atender a ese hombre. La pregunta es asquerosa, pero: ¿qué precio pondrían ustedes a ese encuentro? Me dirán que la mayor parte de los prostituidores va en mejores condiciones, que muchos son jóvenes, padres de familia, gente tranquila que convive sin sobresaltos. ¿Y? ¿En qué situación accederían a realizar esta actividad?
A las 700 u 800 mujeres que se prostituyen en nuestra Comunidad les ampara la Declaración de Derechos Humanos y la Constitución, como a usted y a mí. Forman parte del rostro de la feminización de la pobreza y la supervivencia. De ellas suelen depender económicamente otras personas. Certera, Dolores Juliano apunta que uno de los caminos para llegar a ser mala mujer es precisamente ser buena madre. En el debate que genera la prostitución, no me atrevería a decir que la libertad sea el factor principal. Como en tantas otras cuestiones.