Siempre me han llamado la atención. Esas alumnas de los centros escolares más tradicionales, segregados por sexo y con uniformes que no han variado en décadas, adolescentes que burlan el rigor y la intención anodina y reglamentarista del atuendo y reproducen un look Lolita, lánguido y sugerente, con pendientes de perlas dignas de Veermer y larguísimas piernas mínimamente cubiertas por unas faldas que a juzgar por su largura están siendo usadas desde Primaria. Si me dejo llevar, veo a sus hermanos pequeños con pantalones cortos en lo más crudo del crudo invierno.
Por eso las miraba el otro día en la villavesa, una pura contemplación. Estas chicas transmiten estatus, orden, un plácido deambular, una estética decantada. Llevan alguna buena marca, de vez en cuando un jersey o unos zapatos en no muy buen estado, algo que solo quien tiene la seguridad de que eso no le define se permite usar con garbo, o una pulserita de hilos, de esas que hay que dejar que se rompan solas.
Como voyeuse disfruto un rato largo. Me gusta ver tipos humanos. Fantasear su vida. Cuadrar hipótesis o prejuicios, no siempre consigo diferenciarlos, y descuadrarlos, no siempre quiero hacerlo. Esta modalidad recreativa requiere de pocas palabras. Su complementaria, por contra, se realiza mejor de espaldas, mientras se escucha una conversación sin ver a quienes la protagonizan y el trabajo consiste en imaginar su aspecto. Cuando estoy del derecho, intento buscar puntos comunes. Pensar cómo podría entablar una conversación cordial. En qué punto coincidiríamos con gusto. Si me pilla al bies, puedo nombrar uno tras uno, conforme van saliendo, unos cuantos demonios. Cuando oigo a gente buena, que la hay y se le nota, la fantasía es sublime, imagino que me imaginan bien y es un buen viaje.