Cuando el primer rayo de sol recortó las filigranas del tejado el monje supo que podía entrar. Lo hizo bajo la mirada desafiante de los dos guardianes del templo. Estar esculpidos en arcilla no restaba violencia a sus cuatro metros de altura. Pero el monje había derrotado a demonios mucho más siniestros. Detuvo la mirada una milésima de segundo en cada uno de ellos y entró seguido del frufrú de su hábito rozando el suelo. Él ni lo tocaba, había aprendido a levitar en un monasterio tibetano siendo niño. Era como lo había imaginado? Llevaba meses dibujando el templo en sueños igual que el maestro lo había hecho antes en láminas de papel tejido con restos de seda y corteza de glicina. Acarició la fuerza de las columnas de madera. Suaves y rotundas sostenían vigas que apuntalaban la estructura y dejaban volar el tejado. La luz empezó a filtrarse por los orificios minúsculos como disparos de flecha abiertos en las contraventanas y la magia se hizo. Innumerables partículas de serrín danzaban en el amanecer de la inauguración sólo para el monje. Aún faltaba tiempo para que el emperador y su corte llegaran hasta Ikaruga. Se esperaban visitas extraordinarias de países vecinos, todo el mundo quería ver el templo japonés de H?oryu?-ji, el primer edificio del mundo construido en madera. Era el año 607. El monje prendió una vara de incienso, entrecerró los ojos y vio que 1.409 años más tarde un hombre llamado Timothée Boitouzet extraería el aire de la madera y le inyectaría unas sustancias llamadas polímeros que la harían transparente y resistente al agua y al fuego. Con ella construirían los rascacielos más altos a mediados del siglo XXI, recuperando el espíritu de su amado templo.