Días de viajes, estos. Volviendo a Bilbao desde mi Estella natal al caer la primera tarde de un año que aún huele a coche nuevo veía desfilar entre brumas la llanura alavesa. Tierra bonita e infravalorada que la luz de invierno convertía en paisajes oníricos. Desfilaban tras la ventanilla como una exposición de Pello Azketa en la que la precisión del detalle nos traslada paradójicamente a ese territorio indefinido que es la vigilia, a algún lugar a medio camino entre la realidad y el sueño. Y pensaba que así es también el alzhéimer, borra lo conocido del presente cotidiano pero desentierra y redibuja hasta la extenuación porciones exactas del pasado más lejano. En realidad, si le quitamos la poesía que no tiene, sólo es un viaje muy cabrón hacia la nada.
Al aterrizar hoy en Barcelona, que fue mi todo durante unos años, constato que están del turismo que inunda Passeig de Gràcia, las Ramblas y toda Ciutat Vella hasta la propia barretina. Hay tal exceso de mochilas y trolleys inundando esos 6 km2 que un oriundo no se aventuraría a pisarlos aunque le liberaran de pagar el IBI durante 10 años. Porque ese es uno de los efectos de la masificación, el precio de vivir en el centro se ha disparado hasta echar a muchos barceloneses del que era su barrio. Y hay un tipo, John Tackara, que colabora con el Instituto de Arquitectura Avanzada de Cataluña para ofrecer soluciones. Como hacer que los turistas paguen más impuestos para conseguir que los residentes se ahorren, por ejemplo, algunas tasas o el transporte urbano. Turistas que se implican en su destino, turistas amigos. Sé que muchos hosteleros vascos matarían por ese exceso, pero, ¿quién dice que no se puede morir de éxito?