la misma tarde en la que un conductor atropelló mortalmente a un joven en Tudela -suceso que ha entristecido a muchos y ocupado un importante espacio en periódicos, radios y televisiones-, otra persona fallecía en Pamplona en la más absoluta soledad.
No se trata de comparar desgracias, faltaría más, pero hoy quiero dedicar estas líneas a la mujer que murió en un cajero del paseo de Sarasate el pasado domingo sin que nadie se percatara del hecho hasta que, algún tiempo después, un cliente de la entidad bancaria observó un cuerpo tirado en el suelo en estado inconsciente. Las asistencias sanitarias sólo pudieron certificar su muerte y, al no portar documentación alguna, la Policía tardó varios días en saber que se trataba de una oriunda de Bolivia, de 59 años. La autopsia ha confirmado que el fallecimiento fue debido a causas naturales.
He aquí la breve y triste crónica de la desaparición de alguien sin nombre, sin amigos, sin casa ni familia. Dudo que los medios de comunicación dediquen un minuto de su tiempo a investigar el pasado de esta señora boliviana, las razones que en su día la empujaron a emigrar y las múltiples penas que, seguro, tuvo que padecer a lo largo de su vida hasta que, mientras muchos nos sentábamos a la mesa de un día festivo, ella se tumbó por última vez y su corazón dijo basta.