El pasado miércoles, el Área de Igualdad del Ayuntamiento organizó un debate sobre la prostitución. Bienvenido. Se pretendía así visibilizar a las putas que quieren serlo, justificar su trabajo y desestigmatizar sus identidades. Estuve en el debate. Pero no me pareció tal. Porque el gran debate que arrastra el feminismo desde hace treinta años, entre partidarias de la regulación y la abolición, ni se olió. Allí solo se defendió la prostitución donde los compradores de sexo ahora no son puteros, sino bondadosos hombres faltos de comprensión que encuentran un coño libre de cargas emocionales y sin prejuicios ideológicos neoliberales. Me declaro abolicionista. Pero no he llegado hasta aquí tirando de moral. Ni victimizo a quien usa su coño como herramienta de trabajo. La prostitución, como dice Kajsa Ekis Ekman, no es otra cosa que sexo, a veces puro y a veces duro, y otras veces ni eso, que se da entre dos personas. Una que quiere y otra que no. Pero el deseo está ausente en esa relación. Ese deseo es el que se compra. Y esa transacción sexual es la que genera y avala relaciones de desigualdad. Pero en el debate flotaba una idea trampa: hay quien libremente prefiere ser puta a ser cajera, limpiadora de oficinas o bombera. Que alguien prefiera ser puta a otra cosa, es solo culpa del capitalismo neoliberal que ha mitificado la libre elección de nuestras voluntades y mercantilizando hasta el último suspiro. Ser puta puede ser una elección privada. Y solo así se explicará. Pero desde esa privacidad no se puede construir un discurso político de socialización sexual de los cuerpos. Así es como se está construyendo la nueva revolución sexual patriarcal. Y es que el nuevo prostitucionalismo no libera los cuerpos de las mujeres, sanciona la dominación más antigua del mundo, la prostitución.