En el diccionario personal que estoy escribiendo en el sótano, la palabra bandera es sinónimo de señuelo y reclamo. La definición dice algo así: “Objeto coloreado a veces acompañado de cierta música enfática que se usa para atraer y dirigir masas más o menos dóciles y a veces llevarlas a la guerra tontamente”. Lo siento, pero siempre me ha maravillado lo fácil que resulta llevar a la gente a la guerra. En fin, no es que yo tenga nada contra las banderas, claro. Pero el hecho de que todos los fascismos den tanta importancia a las banderas hace que me resulte un poquito difícil cogerles cariño. Solo es eso. Aunque reconozco que hay algunas muy bonitas. Como la de Nepal, por ejemplo. O la de Japón. Ahora bien, quizá me equivoque, porque yo estoy aquí para eso: para equivocarme una y otra vez con respecto a las motivaciones profundas de mis conciudadanos (amigos, vecinos y amables desconocidos), pero creo que los que de verdad se emocionan con las banderas no son tantos. He dicho tantos. En realidad, estoy convencido de que son muy pocos. Lo que pasa es que les gusta hacerse oír. Y disponen de los medios adecuados para ello. Pero lo cierto es que las banderas ya no son lo que eran. Eso de envolverse en la bandera y dormir abrazado a la bandera y llevar ropa interior con la bandera y estar todo el día besando la bandera y jurando bandera y haciendo todas esas cosas íntimas que pueden hacerse con una bandera, digo, todo eso es ya muy minoritario. A la mayoría de la gente que conozco se le ha enfriado mucho eso de la bandera. Algunos hasta están empezando a coger manía a las banderas por culpa de los fanáticos. Un tipo que conozco (que es un genio para los negocios ruinosos) dice que se va a forrar comercializando un papel higiénico con las banderas del mundo. No sé, quizá esta vez acierte: el mundo está muy loco.
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