fútbol. Este fin de semana termina la temporada en Primera. Osasuna vuelve a Segunda División tras una campaña penosa. Al finalizar el primer encuentro en casa una vez consumado el descenso, los jugadores pasearon una pancarta -“¡Gracias!Eskerrik Asko!”- ante los casi 13.000 asistentes al Sadar un domingo lluvioso, a mediodía. Gratitud dirigida a una afición incondicional que pocas semanas antes había festejado la primera victoria en casa como un triunfo en la final de Champions. Es de bien nacidos ser agradecidos y la afición se merecía ese reconocimiento, que recibió en general con aplausos y emoción. Pero hubiera sido más lógica y adecuada la presencia sobre el césped de plantilla, cuadro técnico y directiva con otra gran pancarta: “¡Perdón! Barkamena!”. Con Vasi y Canal en postura penitente. Por el mal juego y por la mala gestión. Osasuna ha destrozado su imagen histórica de equipo noble, honesto, humilde, canterano y luchador. Ahora tiene que agachar la cabeza y bajar la mirada. No solo para verse al fondo de la tabla, sino muy especialmente por su pobre comportamiento deportivo y su deshonesta administración. Ya no es una excepción en el inmoral negocio del balompié. En la proporción que corresponde a su tamaño, figura en la norma de las actitudes irregulares. Me lo dijo expresivo uno de los últimos presidentes: “Si se supiera todo lo que hay, Osasuna tendría que desaparecer”. “Y Navarra no quiere eso”, añadió. Lo que había era sabido por jugadores, técnicos, personal no deportivo, directivos y algunos políticos. Cada cual conocía al menos lo suyo. No se salvan ni míticos ni mitificados. Buena parte de los ramalazos de reacción en las postrimerías de la Liga se ha debido al esfuerzo de algunos jugadores por mostrarse en el escaparate a clubs con militancia asegurada en la máxima categoría. Quizá algo el color de la camiseta. El color del euro, seguro. El fútbol es como una religión: fe ciega y respeto a los misterios.