El lunes amaneció muy bien y salí a dar un paseo antes de ir al trabajo. Que te dejen trabajar sin agobios ni abusos es una maravilla. Y quizá sea un lujo que desparece. A la hora del almuerzo (yo no suelo almorzar) aproveché para ir a la clínica dental y me tumbé en una de las espléndidas camillas articuladas que hay allí. Son cómodas de verdad: “Cada vez fabrican mejor los objetos”, pensé. Hasta el sonido que hacía al reclinarse resultaba agradable. “Veamos”, dijo el cirujano. Y abrí la boca. “Ahora va a sentir un pinchacito”, dijo. Me separó la encía y me taladró el hueso con el instrumental correspondiente. Un momento interesante. Para relajarme me puse a pensar en la final de Roland Garros que había estado viendo el domingo. La pelota iba de un lado a otro de la red: ahora Wawrinka, ahora Nadal. “Cómo ha mejorado el revés del manacorí, ¿no?”, soltó el cirujano de repente. Y solo un poco después: “¡Y ahora una dejada magistral!”. Pensé que me estaba leyendo el cerebro e intenté razonar: “No debe de ser lo mismo que te operen de la rodilla o incluso del estómago a que te operen en la boca”. Al fin y al cabo, el maxilar está muy cerca del cerebro y yo lo tenía agujereado. Cambié de tema y pensé en las vacaciones que se avecinan. “Veo que le gusta tomarse unas cañas en el chiringuito de la playa”, dijo con su habitual cordialidad. Luego atornilló el implante, dio unos puntos de sutura y me puso un algodón para que lo mordiera. Mientras me hacía la receta de la amoxicilina, se volvió hacia mí y me preguntó: “¿Puedo hablarle en confianza?”. Yo asentí mosqueado y con la boca torcida por la anestesia. Entonces, dijo en voz baja: “Sé que es un columnista audaz y que disfruta de un éxito merecido, pero le aconsejo una cosa: no publique nunca lo que piensa de Felipe González, podría tener problemas”. De vuelta a casa, estuve considerando el asunto y opté por hacerle caso. Me temo que se acerca un mundo inquietante.