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Desastres naturales

si la semana pasada reflexionaba sobre cómo algunas catástrofes se hacen noticia y otras no, al hilo de la tormenta Harvey y del monzón asiático, esta semana la tormenta Irma lo ha barrido todo. Casi todo en algunas de las islas del Caribe, por donde desplegó sus vientos de más de 300 km/h. Cuando estaba devastando Antigua o St. Martin, los medios españoles se centraban en que llegaría el fin de semana a Florida, corroborando esa geografía económica de los desastres que les participaba el lunes pasado. Los ciclones tropicales son estacionales, responden a la enorme energía disponible en un mar cálido como el Caribe que permite que estos gigantescos motores se creen y alimenten. Son “actos de Dios”, si traducimos la jerga legal habitual en el mundo angloparlante: actos fortuitos, en los que el ser humano no tiene responsabilidad. Por un lado muestran que la Naturaleza es como es, insensible a la bondad o la conveniencia (a pesar de que las modas eleven estúpidamente lo natural a algo intrínsecamente bueno). Pero por otro nos hacen pensar en que la esfera humana, nuestra capacidad de acción, convierte algunos de estos desastres en algo en parte provocado o mediado por la acción humana. Sabemos de terremotos propiciados por actividades como el fracking, el regadío o la construcción de embalses. Y los fenómenos meteorológicos que comenzamos a sufrir de manera más cotidiana vienen reforzados por los efectos de un cambio climático que es, digan lo que digan las derechas, antropogénico. Pero hay más: incluso aunque la influencia humana no fuera tan relevante, lo cierto es que el efecto sobre las poblaciones sí tiene que ver con la pobreza y el desamparo a que sometemos al mundo pobre. Y allí las catástrofes, ya no tan naturales, resultan más salvajes, dan donde más duele, rompen lo más débil. Aunque no sean noticia.