Hay que ser muy cínico: ninguno de los portavoces oficiales y oficiosos de los partidos que han hecho lo posible y lo imposible para que no haya podido celebrar en Catalunya un referéndum homologable con consultas similares se ponía rojo cuando acusaban de “falta de garantías” a la votación del domingo. Si no era más que una pantomima sin validez, o una “farsa”, como titulaba ayer el Diario de Navarra, ¿qué sentido tenía mandar a un ejército de policías a suspender esa ficción y apalear por miles a actores y figurantes? Lo del domingo fue real, muy real, y de ello eran conscientes tanto en Barcelona como en Madrid. Visto que los anatemas no daban resultado, la única manera que tenía Rajoy de evitar que el 1 de octubre de 2017 un grandísimo número de catalanes intentara expresarse sobre su futuro era utilizando la fuerza bruta. Aún así, sólo consiguió su propósito a medias. La resistencia pacífica de la población y las imágenes de mujeres y ancianos ensangrentados que llegaban a Europa le desbarataron lo que tendría que haber sido su entronización como paladín de la unidad ante la España zafia y cafre del “a por ellos”. El mero hecho de que hoy continúe de presidente de Gobierno retrata a este Estado del que quieren huir tantos catalanes. La partida sigue, sin embargo. Ningún escenario es a día de hoy descartable. Ni tan siquiera el de una efectiva escisión del antiguo Principado. Conozco por aquí a mucha gente que sueña con ello. La independencia de Catalunya, como apertura de una puerta por donde podamos salir también nosotros. O incluso como prolegómeno a la 3ª República. Hasta hay gente que estima que ambas circunstancias son factibles de modo simultáneo. Mucho tiene que cambiar todo. De momento, el frío que, sin Catalunya, puede hacer en esta España oscura y casposa se me antoja insoportable.