Anteayer se nos estropeó la caldera. Sí, los días más fríos del año, suele darse así, y me entero de que el técnico que viene a repararla dejó sin calefacción precisamente el puente de diciembre del año pasado a unos vecinos. Sin calefacción y con tres jerseys por persona, además de mantitas de sofá y mantas serias de las que pesan seis kilos y edredones de pluma auténtica. Intranquila, pero le dejé pasar. De momento, no hemos bajado de los 20 grados.

Este octubre me tocó sufrir un pequeño susto al volante. En la cercanía respecto al prójimo en la que nos movemos, intuyo, el 97% de los conductores, los que no respetamos la distancia recomendable de seguridad con el vehículo delantero ni en las rectas de Las Landas, noté que los frenos respondían tarde. Ese medio segundo que te encanece del todo. Lo llevé a un taller. Al mismo que un compañero de trabajo, que presto y minucioso me describió con precisión de orfebre húngaro el run-rún sordo pero amenazador que le habían dejado en el motor. Chico, tengo prisa y el taller, cuatro mecánicos. No me va a tocar el tuyo. Hoy mi coche frena.

Pero si mañana considero que me van a sentar bien unas raciones de ayuda profesional rama mental, sopesando el hecho de que esa decisión suele gestarse en etapas personales de especial confusión, fragilidad, inquietud o cuando menos, dudas acerca de cómo gestionar nuestros conflictos internos, y sé que quien me va a atender ha matado a otra persona, hombre o mujer, con móvil económico o sexual, ni llamo a la puerta. Porque me cuesta aceptar que alguien con ese antecedente pueda manejar un material tan sensible como es la salud mental y el equilibrio emocional ajeno. Y que tenga la opción legal de hacerlo.