El Instituto Vasco de Criminología presentó ayer los resultados de su estudio sobre la práctica de la tortura policial en Euskadi. El informe, encargado por el Gobierno Vasco, ha contabilizado y comprobado los casos de más de 4.000 hombres y mujeres víctimas de malos tratos desde los 60 hasta prácticamente ahora. La tortura ha constituido una parte más que esporádica de la lucha antiterrorista. Lo dice el estudio, pero lo sabíamos todos. También las instancias políticas y judiciales que han hecho la vista gorda, la han negado o incluso han perseguido a quienes la han denunciado. Durante estas últimas décadas, la verdad oficial que tantos han simulado compartir es que la tortura era un invento de terroristas. Muy de vez en cuando, alguien bajaba la guardia y un rayo de luz iluminaba las tinieblas. Recuerdo al allegado de una adolescente andaluza desaparecida haciendo votos en televisión para que el presunto asesino fuera trasladado a “un cuartel del País Vasco”, porque ahí “sí que acabaría confesando” el lugar donde estaba enterrada. No sé si el estudio presentado ayer detalla cuántas de las personas objeto de trato degradante e inhumano fueron finalmente condenadas por terrorismo. La cifra resultaría reveladora de la dudosa utilidad de la tortura: la Policía francesa no ha necesitado de ella para luchar contra ETA, pese a lo cual casi uno de cada cuatro presos de la organización se encuentra en cárceles galas. Y reveladora también de su carácter indiscriminado, orientado a castigar a una parte de la población considerada desafecta. Hay otro detalle lacerante en el informe. De los más de 4.000 casos a los que se da veracidad, la autoría de la gran mayoría corresponde a la Guardia Civil y Policía Nacional. Hay, sin embargo, 310, casi el 8%, atribuidos a la Policía Autónoma Vasca. La Ertzaintza también lo hacía. “Sentitzen dugu, torturatzea gaizki egon zen”. Me gustaría oírselo decir a alguien.