Hay un viento gélido que baja por la calle como un trineo de bobsleigh por un corredor de nieve. Dos valientes toman café fuera, codo en el alféizar metálico, cortado en la mano, camisa blanca tersa bajo americana bien cortada y corbata con nudo demasiado ancho. Cabello ordenado y Marlboro. Aún hay quien fuma como los hombres de Nebraska que recogen el ganado a lazo al galope de un caballo en las grandes llanuras. Poderosos, esos caballos. La lluvia es diagonal y te va erosionando. Cada día te levantas y te construyes. Te lavas, retiras los restos del sueño, te nutres, te disfrazas y te echas al mundo. Ahí fuera te espera todo, el chiste que te cuenta alguien en el trabajo, la llamada pendiente que por mucho que la evites conseguirá encontrarte, los vídeos del grupo de Whatsapp de amigos veraniegos, el pedido que llega y no lograrás encajar en tu droguería de huecos milimétricos, la paciente que sabe que va a salir, pero entretanto le gustaría ver a alguien en su habitación, una planta o una caja de bombones que no podrá probar, veinte niños exultantes que seguirán o no tus canciones, tus propuestas para que jueguen libres y se inventen veinte mundos y tus reglas de higiene antes de comer, los vídeos de whatsapp de tus compañeros de inglés, de euskera o de alemán, el treintañero sobrio que te exige una defensa férrea como un rompehielos para que la paliza que dio borracho a un desconocido se borre de su historia. Hace rato que ha oscurecido y los dos hombres se pasan de la cerveza al whisky con la camisa arrugada y el pelo revuelto antes de volver a casa. Porque esta es una batalla diaria. Yo también soy diez años más vieja que al despertar. Y mañana renaceré y me volveré a construir, y tú también. Y ahí fuera nos encontraremos.
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