De la entrevista que el domingo Jordi Évole hizo al asesino confeso del líder de HB Xanti Brouard, lo que menos sorprendió fue la atribución del crimen al Gobierno que presidía entonces un tal Felipe González. Probablemente sea más fácil encontrar a Javier Esparza en un euskaltegi que a una sola persona en todo el Estado que crea al antiguo dirigente socialista cuando dice que ni él ni su partido sabían nada de la guerra sucia contra ETA. Tampoco llamaba la atención esa sucesión de políticos de medio pelo ordenando a policías corruptos que contrataran a hampones de baja estafa para crímenes por los que sus autores recibían del Estado impunidad y un dinero que gastaban en cocaína. Personajes perdidos en la vida, como López Ocaña, creyeron haber encontrado una causa por la que pelear, bien remunerada además. Sus superiores se fueron de rositas. Él, disciplinado y silencioso peón, pasó 12 años en la cárcel por su participación en la muerte del dirigente abertzale. Puede parecer irrisorio comparado con el tiempo de condena de muchos militantes de ETA por crímenes incluso menores, pero nadie involucrado en el GAL sufrió tanto castigo. Curiosamente, afirmó que su paso por el túnel carcelario le había hecho mejor persona. Resultaban creíbles su dolor y su arrepentimiento por el daño causado, y daba qué pensar su escepticismo en lo que respecta a las virtudes del perdón. La entrevista de Évole llega cuando ETA está a punto de desaparecer definitivamente. Un buen documento para tener una idea completa, no sólo parcial, de lo que ha pasado aquí durante todos estos años. Y un buen espejo en el que deberían mirarse otros sacrificados peones, que, salvando la distancia de la impunidad y el dinero, también creyeron encontrar su lugar en el mundo en combates tan sórdidos e inútiles como los que describió el domingo ese pobre guiñapo llamado López Ocaña.