Ayer por la tarde escuché Tú canción por primera vez. El tema que ha llevado España a Eurovisión este año me resultó ñoño y de pobre puesta en escena. Pero tampoco he escuchado a ninguno de sus competidores. Igualmente, me considero incapaz de valorar la actuación de unos intérpretes que, aunque no dudo que pusieran alma, vida y corazón en el intento, poco más podían hacer que poner cara y voz a un tema y una coreografía ajenas. En algún departamento de marketing a alguna lumbrera se le debió de ocurrir que una pareja de buen ver, sonriente y enamorada, podría encandilar a Europa, pero por lo visto lo que molan ahí son los singles y los fuegos artificiales. Es el mercado, amigo. Y Eurovisión es fundamentalmente eso, mercado y nacionalismo pachanguero. Me cuesta menos entender al futbolero que muere por su selección que los fervores patrióticos de Manolas y Manolos del bombo eurovisivos por una canción que nadie recordará un año más tarde. Pero con eso se han tenido que enfrentar los protagonistas del fiasco de este año. Ese facherío hispano, que edición tras edición proclama su decepción por los recurrentes fracasos de los representantes patrios en “la gran fiesta de la canción europea”, mostraba ayer una indisimulada satisfacción por el vigésimo tercer puesto de este año. Para ellos, Amaia Romero y Alfred García habían dejado de ser los protagonistas de un cuento de hadas de papel couché, para convertirse en personas sospechosas, indignas de representar a España. Nada de eso hubiera ocurrido si la pareja se hubiera limitado al papel de muñecos sin personalidad ni opiniones que sus promotores guardaban para ellos. Bien pensado, quizás la hostia del sábado ha sido lo mejor que podía pasarles, tanto desde el punto de vista profesional como el personal. Si tenían alguna duda, ya no la tienen. Eurovisión es una mierda. Y España también.
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