A lomos del viento que nace entre los Cárpatos no siempre cabalgan historias inquietantes envueltas en un aliento gutural y seco. En ocasiones es la frescura de sus pinares la que acerca una brisa que dibuja cúpulas de iglesias ortodoxas de Tiflis sobre el perfil del Guggenheim. Palabras georgianas que nadie sabe descifrar suben las escaleras de un colegio como espíritus de familiares pasados para acompañar a una criatura que lleva aquí un año. Corre con un enorme avión en la mano a su ceremonia de integración. La siguen dos niñas magrebíes de pestañas largas y ojos sonrientes que aún no esconden o quizá nunca lleguen a esconder sus rizos oscuros bajo un velo, pero sí sus madres. Un par de metros más atrás, comedidas y silenciosas, con la mirada enmarcada en khol y mochilas de princesas en la mano. Se acerca otro niño, saca una cabeza al resto, pelazo negro de planchado natural y cara de buena gente. Y una chica alta y grande para sus cuatro años. Lleva en el cuerpo el ritmo de un son que ha viajado miles de leguas marinas hasta arribar a este puerto. Y unos cuantos foráneos morenos, rubios, castaños, delgados, fuertes o bajos. Todos cantan en corro en ese templo de la apertura que es la escuela pública, intercambian relatos, muestran sus juguetes como trofeos y los explican ante una andereño que se esfuerza en que ese tráfico de voces, acentos y cadencias se escuche en euskera. Y los números, y los nombres de las cosas, y los de los platos del jantoki. Pero a la salida de clase cada niño regresa a su útero, se recuesta en los códigos y costumbres de su cultura que son los que delimitan nuestras zonas de confort y la integración se queda en clase. Hasta mañana.