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El mundo es suyo

Coincidí en la villavesa con dos grupos de ese centro, el de los pequeños, de unos once o doce años, y el de los mayores, adolescentes eclosivos. ¿Que por qué los identifiqué? Porque llevaban el uniforme de ese centro.

Los primeros entraron en tromba saltándose el orden de llegada a la marquesina, al señor del bastón, a la señora con el libro en la mano y al resto. No nos vieron o no les importó nuestra presencia. Salvo a uno, que se paró y nos dijo que pasáramos. Como educamos entre todos, creo, le agradecimos, ponderamos y reforzamos el comportamiento. Qué majico. Que te vaya bien, chaval.

Al fondo, ocupé un asiento junto a los segundos. Al poco de arrancar hice notar a uno de ellos gestual y cordialmente que poner el pie en la tapicería de enfrente no era una práctica deseable. Lo bajó y se disculpó. Bien, pensé, pero no. El mozo interpeló en voz alta a un compañero: “¿Cuántas veces te has liado con X?, ¿tres? Pues Fulano dos”. Los demás se rieron. “¿Sexo anal?”, preguntó, y la respuesta de sus compañeros siguió siendo la risa. Yo, en medio, como el jueves. Acto seguido, comentó el tamaño de las tetas de un grupo de chicas a las que todos parecían conocer. Un compañero que se desparramaba en dos asientos le dijo que estaba llamando la atención. Pero el ponente prosiguió y nos contó que iba un día con la bici y tuvo que frenar de golpe para no atropellar a una mujer. Que esta ni siquiera se interesó por cómo estaba él. Que qué putas viejas. Que se creen superiores. Y yo, allí en medio, recibiendo involuntariamente toda aquella agresividad que de alguna forma me incluía. Pero no me vio o no le importó mi presencia.