Harakiri
Ya conocen la manida sentencia: el nacionalismo se cura viajando. Es una tontería nivel Premium, de cena de fin de máster, pues ahí fuera uno observa que donde más se idealiza lo propio y se llora ante la paella es lejos de casa. Acuérdense de Manolo el del Bombo, el fogoso peregrino. Y es que el nacionalismo bien entendido no necesita médico, y en cuanto al otro, al extremo, se cura quedándose. Nunca me harté más del terruño y soñé más con volar que cuando lo vi in situ lleno de mierda y sangre. La vacuna contra los excesos del chovinismo es padecerlos en vivo, o sea no viajando.
Por eso resulta extraño que un españolista sienta orgullo del país, salvo que viva a su rollo batiendo palmas en Osaka. Es un milagro que mantenga la erección patriótica ante el serial porno de escándalos políticos, desatinos judiciales y corruptelas transversales. Ni el Aberri Eguna ni la Diada, el día del separatismo es cualquier amanecer español, jornada sin mayúsculas en la que un fiscal se acuesta con menores, un ministro defrauda o copia, un blasfemo va a la cárcel, un líder minero roba millones, una diputada compra tutús desde el escaño, y lo que hoy nos regalen las portadas. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón, auguró en vano el poeta, pues han sido las dos.
Ni la crueldad terrorista, ni el chantaje periférico, ni la educación localista, ni el cainismo tribal, ni las taifas televisivas, ni el hijo de la Tomasa, aquel yihadista andalusí, ni los llanitos ni los raperos: nada ni nadie amenaza tanto a España, a su unidad, como España misma. Así que menos homenajes a Txeroki y su banda, que quien de veras los merece es El Bigotes y la suya. Entre otras muchas.