Si el tiempo y la autoridad no lo impiden, este viernes, 19 de octubre de 2018, se celebrará una misa en la cripta de los Caídos en memoria de Mola y Sanjurjo. Como se hizo el pasado 19 de septiembre. Y el 19 de agosto. Y el 19 de julio. Y todos los días 19 del año desde que, allá por 1961, con abundancia de pompa y majestad, los cuerpos de los susodichos militares, acreditados carniceros del ramo y responsables directos de la muerte de miles de personas, fueron depositados ahí para ejemplo y blasón de las generaciones venideras. Se murió el matarife mayor. Le sucedió un campechano e inviolable genio de las comisiones. Era ya la democracia. Vinieron gobiernos de uno y otro signo, tanto en Pamplona como en Madrid. Pero nada ni nadie turbó el descanso eterno de la modélica pareja, ni la devoción en vida de aquellos que, una vez al mes, le rendían tributo. Tuvo que venir Asiron para decir que ya valía. Ni el cielo se oscureció ni se rasgaron las cortinas del templo. Los restos de cada interfecto fueron a donde libremente dispusieron sus descendientes. Pronto hará dos años desde que la cripta de los Caídos quedara libre de tan ilustres piltrafas. Aun sin ellas, continúa la Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Santa Cruz celebrando sus mensuales misas. La carne mortal se convierte en polvo, pero el espíritu permanece. Imagino esas ceremonias como ritos de vudú en los que se invoca al más allá para traernos de vuelta a la vida a los antiguos huéspedes del lugar flanqueados por el verdugo de Cuelgamuros. ¿A quién puede extrañar que haya gente como Clemente Bernard y Carolina Martínez que quieran grabar lo que se cuece ahí dentro? El fiscal les pide dos años por violar el derecho a la intimidad de los devotos de los homicidas. Yo le encerraría una noche entera en la cripta, entre sicofonías y ruidos de cadenas. Mola sigue paseándose por ahí dentro. El único exorcismo válido es la piqueta.
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