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Caído del cielo

Hace días un neonazi, ultraderechista, supremacista blanco, en fin, un cafre con nombre propio y apellido ideológico asesinó a once judíos en una sinagoga de Pittsburgh. Ayer, en el aniversario de La Noche de los Cristales Rotos, el primer ministro de Francia denunció que los actos antisemitas han crecido allí un 69%. La miseria moral va desde el insulto a la agresión, y cuando se desata acaba en cadáveres como el de la anciana Mireille Knoll, superviviente del Holocausto apuñalada y quemada en primavera. Amigas mías se quitan el colgante con la estrella de David en cuanto aterrizan en París. Ya no se fían.

En Inglaterra se ha registrado el mayor número de actos antisemitas desde hace más de tres décadas; en Alemania, ante el aumento de los ataques, el Presidente del Consejo Judío ha aconsejado no llevar kipá; en Holanda, en Bélgica?, incluso en Barcelona una manifestación acabó hace meses con el personal civilizado gritando “¡Muerte a los judíos!”. Lo raro, por decir algo, es que en Europa no parece que se señale a los malos salvo si estos son neonazis, ultraderechistas o supremacistas blancos. Cualquiera creería que casi todos los medios y la clase política, incluso el indignado ministro francés, ignoran que el desenfreno antisemita hoy, aquí, no es precisamente ario.

Pues nada, que siga la fiesta del equilibrismo y la extrema prudencia. Habrá que aferrarse a la ficción, a la novela de Michel Houellebecq, al ensayo de Ian Buruma, a la poesía de Yahya Hassan para conocer la realidad. A los tres, por cierto, como a otros muchos, los ha amenazado gente sin esvástica. O sea, sin nombre propio y con apellido religioso.