Aldea de postal
Una manifa en Madrid y unas urnas en España han bastado para que renazca una especie que creíamos en extinción: la de los capitalinos apologistas de la aldea, esa clase, sea política o mediática, que desde el rascacielos inventa tractores donde no se suda, huertas sin dolor de espalda, villorrios carentes de chismorreo, banquetas a la fresca que vindican al distinto, o sea, pueblos sin pilón. Recuerdan, porque toca, a los jóvenes desterrados por la falta de oportunidades, y olvidan a los huidos por el exceso de ojos escrutadores, dedos señaladores, labios inquisidores. No se vaya a perder un solo voto verde, que vale el triple que el gris.
No le negaré yo al prójimo el derecho a vivir en un concejo, y quien así lo desea merece, por una parte, infraestructuras y, por otra, el respeto de los que aún piensan que el país termina donde acaba el metro. Pero ya molesta esa actitud paternalista de quienes, mientras que gozan del urbano anonimato, alaban que camino de la ermita te saluda todo el mundo. Son los que en la Gran Vía visten como no lo harían en una Rúa Menor; los que allí folletean ajenos a la mirilla ajena; los que yerran o aciertan lejos del sumarísimo juicio del vecindario; los que florecen fuera de la sombra del árbol genealógico, el ciprés más severo; en fin, esos que tras esculpir con asfalto su felicidad van y nos venden las bondades del polen. Los semáforos no les dejan ver el bosque.
Son ruralistas de los del tomate a doblón, coroneles tapiocas que en realidad no soportan sino una colmena, el barrio, y un campo, el fantaseado en el calendario del banco. Si hallaran hierba bajo los adoquines se la fumarían. Y harían las maletas.