Esta es la historia de un país que concentraba miles de refugiados en su territorio y que, para presionar a la gran Europa, decidió abrir sus fronteras. Así, aquellos expatriados se lanzaron en barquichuelas al mar con el deseo de pisar el suelo que creían era el principio del fin de sus terribles desdichas. En este cuento clásico hay malos muy malos los ultraderechistas xenófobos, que lo mismo llamaban conejas a las mujeres de las barquitas como pegaban palizas a doquier, además de un pueblo cansado y triste el griego que se debatía entre la solidaridad hacia los desposeídos y el hartazgo por ser el único que les acogía, mientras en las ricas tierras del Norte miraban para otro lado. También había buenos, entre otros, las gentes de la ONG Zaporeak, quienes tras años dando de comer a los refugiados en un campo de Lesbos, sufrieron un día el pasado domingo- el ataque de los fascistas que les pegaron, insultaron y asustaron para que se fueran de aquella isla. Ésta no sería una auténtica narración sin un público, nosotros y nuestros gobiernos que nos conocen bien. Hemos dejado de pensar en el drama que se está escenificando en el Mediterráneo porque somos egoístas, tenemos corta memoria y nos aburre oír el mismo relato, aunque se trate de la verdadera historia interminable.