No recuerdo la frase exacta, pero en un plano de Zumiriki (Óskar Alegría) dice el narrador él mismo, el director y uno de los protagonistas de su segundo largo, junto a un río, una isla, su padre, una vaca, un pastor muerto, una cabaña, siete árboles y mil cosas más que "lo más difícil es esconderse del tiempo".

Es tan cierto y hermoso a la vez como las cientos de ideas y sensaciones y emociones que surgen mientras estás viendo en una pantalla amplia el resultado del talento desbordante de uno de los artistas navarros más rotundamente grandes del presente siglo, si ponerle una frontera a esto tiene algún sentido, que quizá no, más bien seguro que no: uno de los artistas más rotundamente grandes.

Zumiriki, como lo fue La Casa Emak Bakia, su primer largometraje, te deja con la baba colgando, despistado, emocionado, con esa sensación de que algún prestidigitador mucho más astuto y sensible que tú te ha preparado una experiencia inolvidable y a la que tienes que volver de vez en cuando para ir exprimiendo su jugo hasta que no quede ni gota. Alguien que es capaz de decirte que a él lo que le gusta es hacer cine y no ser cineasta o que tiene la humildad y la grandeza necesarias para no andar vendiéndonos mensajes especiales que emanen de sus trabajos en estos tiempos en los que cualquier narciso filma un plano o escribe un libro o hace un disco y hay que tragar toneladas de humo. Ése es Alegría.

En silencio, sin alharacas, sin ruidos, filma, crea, diseña, monta, construye un artefacto tan inclasificable -no poder clasificar algo no es sinónimo de bueno, hay mierdas inclasificables también- como poderosamente bello y, como le dijo su madre al terminar de verla, "importante". Guardaré para siempre las lágrimas que me caían mientras uno de los pastores protagonistas contaba el sueño que acababa de tener. Quién pudiera esconderse del tiempo. Gracias, Óskar.