l 1 de marzo se conoció el primer caso de coronavirus en Navarra. 31 días después había 696 personas ingresadas, 83 en UCI y habían muerto oficialmente 113, que serían unas cuantas más a las que no se les hizo PCR en residencias. Aquello no la fue la primera ola. Fue un tsunami. Desde el verano, desde el 9 de julio, Navarra ha ido notificando cada día más de 10 casos, luego 20, 30, 70, 100, 200, 300, 400 y ahora estamos en 500. Se ha pasado del 1 de agosto al 20 de octubre de 40 hospitalizados a 300, en 80 días. De 4 personas en UCI a 37. Han fallecido más de 120 personas. Es una ola mucho más tendida, lenta y por tanto menos espectacular, pero no por ello menos peligrosa: para la salud de muchas personas, para la salud de la sociedad y de la economía, para la salud de nuestro sistema sanitario y de nuestros profesionales. El Gobierno de Navarra ha ido poniendo parches ante esta situación, testando mucho, cierto, y rastreando mucho, cierto, pero por las causas que sean -que espero que alguna vez se conozcan casi científicamente-, nos hemos convertido en una comunidad con una incidencia desbocada, también estos dos últimos días, cuando quizá deberían haberse notado las restricciones de la semana pasada. Se acerca la temporada de la gripe, de los virus respiratorios, y lo anunciado el lunes a muchos les parece un error -por exceso-, a otros un error -por tardío- y a otros un acierto -por apropiado-. Ni idea, la pandemia ésta ha dividido a la sociedad en dos grandes grupos, aunque haya más: los que se quejan de todo y de lo contrario y los que por puro miedo aceptan toda restricción y la piden con notable antelación. Quizás todos tengan razón en parte de sus argumentos. Lo cierto es que la primera ola nos pilló a todos sin saber. Esta segunda, no. Ni a gobiernos ni a ciudadanos. A ver si ahora sabemos distinguir lo que está permitido de lo que es recomendable.