esde hace unos años se iba unos días de vacaciones él solo. En otoño, esas últimas tardes de octubre antes de que una mano cruel arrebatara una hora de luz al crepúsculo y se la diera al amanecer. Una semana, de domingo a domingo. Su mujer y sus hijos le entendían y le apoyaban. Sabían lo necesario que era para él desconectar un tiempo de las rutinas y los escenarios y lo ilusionado que estaba con el destino que escogía. Su mujer hacía lo mismo, pero elegía el verano. Él prefería el otoño. Se alejaba de casa dándose la vuelta de vez en cuando para saludar con la mano a su familia, que le miraba desde la ventana, hasta que se perdía por el lateral de la calle, mirando los increíbles colores que habían tomado las hojas de los árboles, metiendo los zapatos por debajo de los montones formados en el suelo y levantándolos con la puntera como cuando era niño. No llevaba una maleta grande, apenas ropa interior, un par de camisetas y camisas, otro pantalón, un jersey y un abrigo. Las pocas medicinas que necesitaba y el neceser. En vacaciones no leía, no había tiempo. Se subía a la villavesa que le llevaba al centro, bajaba y tomaba la línea que le llevase al barrio de Pamplona en el que había elegido pasar sus vacaciones. Dedicaba semanas a elegir con cuidado el alojamiento. Le gustaba que cerca hubiese una cafetería en la que tomar el café de la mañana, notar el barrio. Vivía con su familia en la casa en la que nació y le fascinaba despertar al menos unos días en otro punto de su ciudad, porque ese otro punto era otra ciudad. Llevaba guías, documentación, mapas, historias antiguas... Esta vez había elegido la Txantrea. Había para tanto para conocer, ver y recorrer que no sabía por dónde empezar. Bajo la barba postiza que llevaba para que nadie le reconociese asomaba la sonrisa de un niño de 8 años mientras recordaba que estaba pasando por lo que fue Kickers. Era feliz.