ejos de mi intención trasladar la impresión de qué sé algo acerca de cómo se tendría que haber gestionado nada de esta pandemia. De hecho, la mayoría de los que han tenido que tomar decisiones y, por supuesto, de quienes han estado y siguen estando en primera línea de la pelea cuentan con mi -en muchos casos- admiración, respeto y cuando menos comprensión. Evidentemente, en casi dos años, ha habido cagadas como para dar y tomar, excesos, olvidos e injusticias. Pero si me ciño a las cuestiones tontas, tontas en sí mismas, quizá estaremos muchos y muchas de acuerdo en que es y ha sido el uso de mascarilla en exteriores la más sonada. Claro, al principio, en los primeros meses, cuando apenas había seguridad en los datos y en los conocimientos, tal vez su obligatoriedad tuviese su sentido -recuerdo estar paseando en una playa de Nerja en julio de 2020 y que me dijeron que me la pusiera, no sé si había 20 casos en todo Andalucía, por poner una cifra, ya que era bajísima-, pero desde hace ya bastante no es así y así ha sido manifestado de todas las maneras posibles por cientos de expertos a lo largo y ancho del mundo y del país. Pues bien, hoy oficialmente decae esa obligatoriedad, tras haberla impuesto de nuevo el gobierno de Sánchez cuando se venía encima esta sexta ola que ha arrasado con todas las cifras de positivos y ha hecho temblar la atención primaria pero ni mucho menos la hospitalaria o las cifras de fallecidos. Se podrá ir por la calle sin ella y se podrá hacer cada cual el uso que estime necesario tanto de esta herramienta como de su sentido común, sin tener que subírtela cada vez que veías un coche policía, no fuera a ser que el agente tuviera un mal rato. Afortunadamente, en las diversas policías parece que ha primado la sensatez y no conozco ni un caso de advertencias en circunstancias normales. Pese a ello, muy bienvenido sea el parcial adiós de hoy.