¿Quién puede negarle un favor a un muerto? Me hice esa pregunta mientras caminaba la semana pasada por el cementerio de Pamplona. La tarde era cálida y transcurría bajo un cielo incendiado. Estaba cercano el 1 de noviembre y los muertos esperaban, como cada año, a seguir muriendo. Entré por la Puerta del Río y observé que algunas familias gitanas, de luto inmaculado, cerraban los ojos de sus muertos, porque dicen que si no, el cadáver permanecerá en un estado de semivigilia y nunca morirán el todo. Y rociaban sus tumbas con rosas, claveles y camelias; como si quisieran conquistar la eternidad. Cerca de ellas, en la calle de San Marcos, algunas mujeres llevaban gravada en el rostro la hipoteca del dolor y la soledad. Y sobre la tumba de sus seres queridos depositaban lágrimas de santidad. Por la mirada que alguna de ellas me dirigió, sospeché que quizás, aquellas viudas no le temían al breve instante de la muerte, sino al largo acontecer de la vida. Mientras realizaba aquella excursión por la muerte que es la vida, como dijera Benedetti, me encontré, cerca del mausoleo de Sarasate con una joven de una belleza turbadora. Estaba sola e interpretaba al violín la 3ª Sinfonía de Górecki, quizás la sinfonía más triste jamás compuesta. De pronto, ante aquellas notas redentoras, me pareció escuchar una orquesta. Su eco retumbó en todo el cementerio. Era Aires gitanos de Pablo Sarasate. La chica del violín me dijo, “la música es el reflejo de las almas ulceradas por la dicha”. Y se fue tan triste como era su música. Yo continué buscando lo que quería encontrar. Sabía el camino de sobra porque lo he hecho muchas veces. Mientras llegaba recordé la frase: “Memento mori”, o “recuerda que morirás”, expresión que usaban los generales romanos en los desfiles victoriosos. Estos se hacían acompañar de un esclavo que les repetía una y otra vez “memento mori”. Eso les recordaría que el triunfo es tan efímero como la derrota. Entonces llegué a la tumba de mis padres. Y lloré.