ientras la ciudad se sacudía la gran depresión en las terraplazas y los bares reconquistados, alguien encontró el cadáver de un joven en un contenedor de basura. La prensa dijo que era un "sin techo". Que es como decir que se te han caído las vigas maestras. Lo que nadie sabe es cómo pudo llegar hasta allí mientras la ciudad, ya sin estado de alarma, parecía decirse a sí misma: este mundo es un gran naufragio, sálvese quien pueda. Y mientras la gente buscaba la salvación entre caña y caña, este hombre joven, cuyo cuerpo ya no obedecía a sus dictados, acabó en un vertedero.

Leí la noticia y enseguida pensé en ese cuerpo que ahora estaba en el anatómico forense esperando un tajo que lo partiría por la mitad para saber qué perra vida había llevado. E imaginé que el forense quizás, rebuscando entre vísceras y órganos, encontraría un testamento vital o sus últimas voluntades y pensamientos y hasta los recuerdos olvidados de esa madre que lo cargó en sus brazos o ese beso que selló una vida que se suponía eterna. Entonces ocurrió una cosa. Aquel forense, adicto a las novelas de Patricia Highsmith y que ese día acumulaba tres autopsias, comenzó a llorar. Eran lágrimas gélidas. Y se preguntó, como me lo pregunté yo, quién reclamaría ese cuerpo, o quién velaría ese cadáver, o rezaría por él, o llevaría flores a esa tumba levantada en un vertedero a sabiendas que yacer en un terreno impuro equivale a circular rumbo al infierno. Y en última instancia, quién le habría acariciado por ultima vez la frente para que sus sueños no desfallecieran. Entonces el forense comenzó a coser el cuerpo abierto en canal sobre el que había descargado su llorera. Cuando terminó con el ultimo costurón, una voz sonó en la sala: los muertos siguen soñando, porque los muertos no mueren.