Por poco me atropella un ciclista. Ayer mismo. O sea, que no me ha atropellado de milagro. Y mira que yo amo a los ciclistas, quiero lo mejor para ellos y moriría por defender sus derechos que son los míos. Pero sí, por poco me atropella un ciclista que iba a toda velocidad. Y no era joven. Era un viejo: como yo. Con su barba gris y todo. Y se estaba saltando un semáforo en rojo. Y yo iba a cruzar. Iba con gafas de sol y no lo he visto hasta que lo tenía encima. Si me hubiera pillado el golpe habría sido fortísimo. Ya digo que venía muy rápido. Habríamos ido directos a urgencias los dos. Es decir, nos habrían tenido que llevar en ambulancia. ¿Por qué ibas tan deprisa, insensato coetáneo? ¿Querías batir algún récord, competías contra ti mismo? ¿Acaso te consideras un tipo especialmente vigoroso, capaz aún de lograr proezas admirables? Me gustaría que leyeras esto. Tú llevabas casco, pero yo no. Me podías haber partido la crisma, ciclista aficionado vestido de profesional. Y repito, yo amo a los ciclistas, amo las bicis, os defiendo en los debates, besaría vuestras ruedas bien hinchadas, os limpiaría los radios con la lengua de pura adoración. Pero si me partes la cara ya no podré hacerlo más. Por favor, una cosa te digo: no desprecies a los pobres peatones. Odia a los coches todo lo que quieras, con odio tenaz e invencible, pero no te olvides de los indefensos peatones. Están ahí. Y hay muchos viejos. Hay viejos a montones: las calles están llenas: es una barbaridad. Todas las zonas peatonales, incluido el paseo fluvial del Arga están llenos de viejos y viejas. Sobre todo viejas. Y cada vez va a haber más. Piénsalo. Algunos caminamos con cierta precariedad, no nos avasalles: te lo ruego. Al fin y al cabo, ¿qué ganancia se obtiene yendo a toda velocidad avasallando a los viejos? Ve despacio, pedalea silbando, paladeando el paisaje: también tiene su gracia, pruébalo.