Todo lo que rodea el asunto del coronavirus es estridente. Es algo no visto antes, emite un fulgor de los nuevos tiempos. Yo creo que es un aviso del tipo de mundo que se avecina. Todo parecen fotogramas de película de ciencia-ficción coreana (o algo peor). Al margen de que fija a las claras el inicio de la nueva guerra comercial y mediática contra China, preconiza el feo estilo de las próximas alarmas mundiales. Por una parte, la neurosis colectiva a nivel planetario y la velocidad viral a la que se propaga dicha neurosis. Y por otra, la aterradora hipertrofia de las medidas preventivas y sus consecuencias en la población, la economía, etc. (Un inciso, si de verdad quieres hacer pasta hoy en día, escucha esto: abre un cementerio para animales de compañía, o monta una fábrica de mascarillas: negocio seguro). Pero a mí lo que de verdad me está dejando k.o. son las imágenes que nos llegan. ¿Son reales? Lo sean o no, resultan distópicas: para empezar, los drásticos métodos de los policías sanitarios sin rostro, completamente tapados con buzos blancos, gafas y mascarillas sacando por la fuerza a gente de sus casas para internarla contra su voluntad. Y luego, los túneles de desinfección para seres humanos, los drones que persiguen, espían y emiten órdenes sobrevolando a la gente a poca distancia, las cámaras de reconocimiento facial en todas todas todas las esquinas, los robots policías patrullando las calles y estaciones de metro, los robots que reparten fármacos a domicilio. En fin, setenta millones de personas en cuarentena sin poder salir, toda la población de Pekín encerrada en sus casas: una exhibición a mi entender pavorosa (e inédita hasta ahora) que presagia el estilo del futuro. Los nuevos sistemas de identificación, adiestramiento y control de masas se están perfeccionando hasta extremos inquietantes. Da miedo.