La Constitución establece que “las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción.” Según la ley, y el sentido común, al reo le corresponde el castigo y a las instituciones intentar reintegrarlo en la sociedad. El primer mandato se verifica con un reloj de lenta arena -faltan quince meses entre rejas-. El segundo, el grado en que uno vuelve a ser ciudadano, enemistado o no con su conciencia, es difícil de estimar. Por abajo está quien aún gallea de sus crímenes y anima al prójimo a repetirlos. Por arriba, quien amén de arrepentirse muestra su pasado como ejemplo a no seguir. Y, en el medio, los que, cargando a solas con la memoria o engañándose a sí mismos, bastante tienen con salir adelante tras dejar la celda.

Mediante los encuentros restaurativos, que ojalá fuesen reiterativos, ciertos presos han recorrido el camino hacia la calle con ayuda de cautos mediadores y personas generosísimas. A estas se les acusa de coquetear con el mal, como si comer con quien abonó tu desgracia fuera una experiencia lúdica para colgar en Instagram. Incluso si un exterrorista tiene el coraje de citarse con la viuda, pedirle explícitamente perdón, llevar flores a la tumba del asesinado y deslegitimar en público la violencia, hay quien no admira ese progreso ético y social. No pasa nada, se inventaron dos aceras para evitar choques incómodos. Lo raro es además despreciar su valor educativo -¡y constitucional!-. Lo grave, juzgar inmoral la heroicidad de las víctimas que sí apoyan el esfuerzo. En fin, que hasta cuando luce el sol te acusan de sufrir un síndrome, sea de Stendhal o de Estocolmo.