Hay algo que me fascina en el patriota monocorde, ese que confunde el timbre del despertador con la diana y la familia Telerín con la retreta. Y es que se pasa la mañana gritando que los socialistas son una mierda, los rojos una caca, los periféricos un chorongo, y quienes les votan un zorrote analfabeto y subvencionado; y sin embargo gasta la tarde lanzando loas a España, el lugar fetén del universo, el más solidario, el más dicharachero, bendición divina que, de hacer caso al manual escolar, el mismísimo Señor "puso en el mejor sitio del mundo, donde no hace ni mucho frío ni mucho calor, pues en otros sitios o está siempre todo helado o hace tanto calor que no se puede vivir." Vivimos, pues, en rebecaland, cardigán-country, paraíso de entretiempo sin paraguas ni parasol. Cómo mola.

Ignoro qué extraña pócima se mete uno en la siesta para incurrir en tal dicotomía, la de quien entra al bar, critica a la dueña, desprecia a los parroquianos y tras echar un meo sentencia en Tripadvisor: este garito es la ostia. O quizás el problema sea más sencillo y simplemente se considere al Otro, al resto, indigno de pisar el suelo que uno pisa, ciudadanía sobrante con la que por desgracia hay que compartir una tierra que "lo contiene todo y es una de las naciones más completas". Sí, al de la pulserita le sucede como a Leo Harlem, que al comprar un viaje de siete días y siete noches lo recorta exigiendo "¡a mí quítame los días!". Pues esa hispanidad orgásmica e invencible solo la entiende el banderizo sin la mitad, la excrecencia. Adora el kalimotxo sin vino, el sanjacobo sin queso y el país sin probablemente usted.