Allá por la posguerra, los niños convivían en un mismo domicilio con padres, abuelos y algún tío o tía solteros. En la década de los setenta, un grupo de matrimonios jóvenes, conocido mío, especulaba con la idea de comprar un terreno, construir viviendas unifamiliares sencillas y compartir espacio común. Una comuna con autonomía. El proyecto, recurrente e ilusionante en sus conversaciones, quedó en eso. Ni prosperó la idea ni prosperaron algunas de las parejas. Además de una relación estrecha en convicciones, crianza, educación y ocio, su propósito remoto consistía en un cuidado mutuo en la vejez. Estaba bien pensado. El cambio en la dinámica de vida de los núcleos familiares rompió aquellos modelos remotos y muchos mayores acabaron en la fórmula creciente de residencias geriátricas. Las Administraciones entregaron el mercado al capital privado, con concertación de plazas y escasa oferta pública. Peor aún que en la enseñanza y en la sanidad. La masacre de este coronavirus ha puesto en evidencia la imprevisión global en asuntos tan sensibles y trascendentes como vigilancia epidemiológica, investigación y previsión de medios. Las residencias de ancianos, núcleos de contagio y expansión. Residentes inermes, con la mayor tasa de mortalidad. Trabajadores desbordados, con alta tasa de contagio. El azote del virus ha resultado escandaloso. El contexto no ayudaba a mejor defensa. Prohibición de visitas y soledad en los desenlaces. En casos, también desinformación. Incluso la reinserción familiar de algunos ancianos resultaba inviable por falta de pruebas para comprobar la conveniencia sanitaria de tal decisión. Todo se ha venido haciendo tarde en todos los ámbitos. El último, el geriátrico. Los olvidados, con dependientes, encarcelados y hacinados. El horizonte de compromisos políticos deberá contemplar la inexcusable necesidad de fortalecer el músculo de lo público también en la creciente población de personas mayores. Por dignidad.