ste año no habrá Sanfermines. Tampoco este año. Ojalá me equivoque. Me gustaría. Aunque el proceso de vacunación alivie la tensión sanitaria, julio será prematuro para unas celebraciones en multitud abigarrada y alborozada. Ninguno de los acto tradicionales y ninguna de las costumbres colectivas armonizan con la profilaxis aconsejable. Cualquier virus de transmisión aérea se pondría el pañuelo al cuello para festejar una orgía de contagios. Demasiada gente, demasiada cercanía, demasiada euforia. Demasiado riesgo. Cuesta aceptarlo, pero así pinta. Es muy probable que la escalera aborte su último peldaño. Un exceso de optimismo y de osadía transfirió demasiadas expectativas a 2021. A mayor cautela presente, menor frustración futura. Eso habría que haber pensado antes de desplegar un gran pañuelo rojo en la fachada barroca de la Casa Consistorial y de colocar una escultura con carga fotográfica nostálgica en la Plaza del Castillo. Placebo populista. #LosViviremos, sí, pero no sabemos cuándo. Las crisis, sin embargo, favorecen aspectos positivos. Generan reacciones. Que no haya Sanfermines no necesariamente ha de equivaler a que no se festeje a San Fermín. De otra manera y con visión de futuro. Semilla para décadas venideras. El contenido de nuestras seculares fiestas mayores tiene sus raíces en la iniciativa popular. Casi nunca pensada, casi siempre improvisada, espontánea. Como el encierro o el pobre de mí o las peñas. Se nos presenta la oportunidad de imaginar otras formas de fiesta en consonancia con los tiempos nuevos y una sociedad cambiante. Sin renunciar a la tradición de lo más pretérito, pero sin que la carga histórica encorsete la fiesta a lo de siempre. Como si se tratara de un cierre perimetral. El paréntesis forzoso en lo clásico estimula el ensayo innovador. Para modernizar la ciudad y para satisfacer sensibilidades ajenas al menú rutinario. Un desafío para el Ayuntamiento. Con la fuerza motriz de los pamploneses.