iempre le habían considerado un tamborilero. Percutía con yemas y nudillos de los dedos sobre cualquier superficie. Era su acompañamiento a un frecuente canto interior, inaudible fuera de su cerebro. Cantarín interior con percusión exterior. Un día se sorprendió a sí mismo sacando afuera su canto. A nivel murmullo, eso sí. Ni en cuadrilla callejera ni en agrupación coral reglada: en la calle y a su aire. Bajo la mascarilla si la situación social lo aconsejaba o bajo la “braga” de cuello si la temperatura lo recomendaba. Pronto se percató de miradas extrañadas. Una rareza en tiempos de silencio huraño, conversaciones restringidas a allegados y miradas de desconfianza. Puede que lo atribuyeran a un trastorno derivado de la fatiga pandémica. No es que caminara hablando solo, nada raro con auriculares y micrófono unidos por bluetooth a un invisible terminal móvil. Caminaba o hacía cola sin auricular ni aparato alguno que orientara su canto. Cantaba por cantar lo que le apetecía cantar. Lo que le salía de dentro. Hasta improvisaba arreglos de la melodía con menosprecio del papel pautado. Libre improvisación a partir de una obra creada y para nada respetada en su cantar heterodoxo. Una forma de amenizarse la vida. De siempre. Más ahora, época de distancia y recelo. “Quien canta, sus males espanta”: un clásico de los dichos populares. Durante su estancia en el campamento, fase de formación tras la recluta forzosa del servicio militar obligatorio, tuvo un capitán más contundente: “El español canta cuando le duelen los cojones”, pregonaba. En masculino, porque las mujeres no eran llamadas a filas. A él le dolían. Los cojones. Había adquirido rango de comandante y por falta de vacantes tenía que seguir como capitán al frente de una compañía de novatos. De ser cierta su teoría, el país habría sido y sería un multitudinario coro cantor. Los cojones están sensibles e hinchados. Voces graves y, ahora también, blancas. Un orfeón de cojones.