as terminologías que estamos incorporando en la conversación cotidiana de esta nueva cultura del confinamiento son extrañas. Los primeros días del aislamiento social llegó el mundo de los ERTE. Luego el paro y la hibernación económica, la hecatombe y crisis que nos quedará. Confinamiento y cuarentena llegaron para convertirse en lo habitual, como aplaudir a las ocho. Por otro lado, el glosario médico casero se pobló de términos que vinieron de la mano del coronavirus, las neumonías se convirtieron en algo de todos los días, la fibrosis pulmonar, el ataque al sistema inmunológico. El que el virus reciba el nombre de SARS-CoV-2, así con sus mayúsculas y minúsculas, guiones y numerito, no ha servido para hacerlo popular. Ni que la enfermedad sea la COVID-19, así, en femenino (todo el mundo se equivoca), en mayúsculas y con guión, que es algo que nos altera la normalidad del lenguaje casi tanto como nos está alterando la vida.

Luego nos llegó la epidemiología práctica con sus curvas de contagios y sus pendientes más o menos planas, sus picos más o menos agudos o elevados, y esta ha sido una oportunidad de oro perdida para recuperar la matemática del análisis funcional, las derivadas y demás, porque al final todo es cosa de una primera derivada y una segunda derivada. Del número reproductivo básico, mejor no hablar: lo hemos ido bajando y el aislamiento lo tiene ya estos días en menos que uno, es decir, que cada contagiado ya no contagia ni siquiera a otro en promedio. Y eso es lo mejor por el momento. Pero ahora llega lo del desescalamiento, palabro absurdo del mismo tipo del "descambiar" que se usa tras las rebajas. Escalar aumentando o escalar disminuyendo, sería lógico. Pero todos lo entendemos ya, porque la lengua de estos nuevos tiempos penetra como una infección vírica. No es casualidad.