Está mal desear mal a nadie, pero estos días me he sorprendido a mí mismo haciendo votos para que a los británicos les vaya fatal. No soy el único. Esa opinión la he corroborado estos días con gente a la que no le suponía un especial fervor europeísta. Entre muchos de nosotros lo de Europa ha ido por rachas. El libre paso de personas y mercancías fue un buen invento, pero no el desmantelamiento de muchos sectores industriales, ni tampoco muchas directivas comunitarias que, en vez de hacernos más fácil la vida, nos la han complicado de forma innecesaria. Se han dado pasos para un espacio cultural europeo, pero no han acabado con los paraísos fiscales dentro de la misma UE. Esa misma que nos defraudó en la guerra de Yugoslavia y acabamos odiando en los tiempos de la última crisis, cuando impuso una despiadada contracción del gasto público de feroces consecuencias sociales. Su pobre actuación en la crisis migratoria nos ha dado el último motivo para avergonzarnos. Quizás ha sido el discurso anticomunitario de los Le Pen, los Salvini y los Abascal el que nos ha reconciliado un poco con Europa, por lo menos a cierta gente. Pura reacción: si esos tipejos están en contra, no puede ser tan mala. Con Boris Johnson y los brexiters nos ha pasado un poco lo mismo. No me olvido de las reiteradas calabazas con que ha obsequiado Europa a la justicia española en su persecución contra los políticos catalanes huidos. No es casualidad: la primera víctima del brexit puede que no sea ningún trabajador comunitario afincado en Inglaterra, ni ninguna jubilada británica residente en el mediterráneo español. La primera consecuencia de la salida del Reino Unido puede que acabe siendo la entrega de Clara Ponsatí, exconsejera de Educación de la Generalitat exiliada en Edimburgo, a la que vuelve a reclamar el juez Llarena, aprovechando que desde el pasado 31 vive ya fuera del paraguas comunitario.