A menudo me pregunto qué pienso o siento ante tal o cual noticia. Mientras muchas tienen una respuesta inmediata, otras apenas despiertan un eco, una coloración, una inquietud o ni siquiera. Depende del conocimiento previo de la situación, de la disposición emocional subjetiva. Por ejemplo, del coronavirus sé muy poco y por eso agradecí un audio que circula por las redes y que explica de forma accesible su genealogía, las claves de su expansión y qué medidas preventivas pueden resultar eficaces. Me alerta, eso sí, que, habiéndome llegado por varias vías, en cada una de ellas se le atribuyan focos diferentes como Bilbao, Zaragoza u otros. ¿Quién manipula por el mero hecho de atribuirse cercanía, por emplazarse en el epicentro? ¿Qué se juega en esta circunstancia que solo puede calificarse de tontería?

Del mismo modo, el recorrido del caso Plácido Domingo produce una reflexión cercana. Hubo unas acusaciones, tuvieron su respuesta, en algunos casos pronta y concluyente y quienes pusieron la mano en el fuego hoy la tienen chamuscada. Más allá del pensamiento de que nuestras amistades están a salvo de la posibilidad de corrupción y de los comportamientos reprobables o delictivos, que es una infantilidad de libro, hay otra cuestión, el desprecio a las personas que efectuaron su denuncia y el desconocimiento de la dificultad que conlleva, lo que explica los tiempos y, y ahí voy, a su causa, la notable y fallida necesidad de salvarse con nombres y apellidos. A mí no me pasó pero pudo pasar a otras, habría sido un argumento sensato o mi opinión sobre el comportamiento de mi amigo ha variado, pero mi amistad hacia él permanece firme sin que por ello deje de reprobar los lamentables hechos que acaba de reconocer. Pero llevamos mal el anonimato y nos movemos fatal en los grises.