n mi vida anterior era perfectamente capaz de pasar un rato sin hacer nada o por lo menos nada que tuviera más transcendencia que pensar en las musarañas. Creo que me ayudaba a mantener el equilibrio. Durante las primeras seis semanas de confinamiento no he podido hacerlo como hasta entonces. Casi ni he podido. Una extraña actividad que no puedo calificar de intranquilidad me obligaba a tener permanentemente algo que hacer, cosa complicada, pues en mis rutinas previas los desplazamientos, por poner un ejemplo entre otros, tenían su sitio. De alguna forma, solo he podido perder el tiempo si la duración de esta actividad estaba acotada. Ahora empiezo a comprender que quizá era un síntoma de resistencia a la nueva situación, un tipo de somatización.

Algo contradictorio, porque soy neuróticamente puntual, durante años he dedicado cantidad de horas que mejor no haber cuantificado esperando a otras personas que ni han sufrido este padecimiento ni han tenido la costumbre de llegar a la hora o cumplir los plazos comprometidos. Como podía no haberlo hecho, está claro que la sensación de perder o no el tiempo es relativa.

No he visto series hasta estas dos últimas semanas ni he hecho incursiones culturales o recreativas online. No me apetecía. Salvo al principio, pocos de los vídeos que me han llegado han recibido la atención mínima, únicamente los asimilables a noticias y cada día he limpiado la galería del móvil. Los condicionamientos internos son así. Me daba envidia, porque había quién se lo estaba montando con notable capacidad de adaptación, eso de vivir el momento. Y de repente, ya digo, desde hace quince días, he iniciado una tímida relajación justo cuando se anuncia que empezamos a aproximarnos a la nueva normalidad. Me adaptaré, qué remedio, pero iré tarde. Me pregunto si soy la única.