ecidí mirar por encima la Ley de Cambio Climático y Transición Energética al ver el aguacate en el frutero. Tras el preámbulo, que plantea un nuevo contrato social de prosperidad inclusiva dentro de los límites del planeta, sigo leyendo en tanto que ciudadana con los pies en la Tierra porque quiero saber si el texto cuenta conmigo para limitar las emisiones y cambiar los patrones de consumo. Como consumidora contribuyo al cambio climático, faltaría más. El aguacate, por ejemplo, ha necesitado para producirse cuatro veces más agua que un tomate y ha venido soltando emisiones desde Chile, Málaga, Granada o México hasta mi cocina.

Pero la ley me ignora. Se dirige a las administraciones públicas y las empresas. Esperaba algo más personal que diera sentido a la ligera culpabilidad que experimento si preparo guacamole, lo que no sucede si me pongo tibia de escarola de La Magdalena o melocotones de Sartaguda. Tras el desaire de no verme interpelada surge una pregunta cuya respuesta no por conocida es menos desalentadora: ¿acaso los patrones de consumo no dependen de quienes consumimos? Una pregunta retórica, claro. La prueba son las nuevas tarifas eléctricas que estarán vigentes a partir del 1 de junio, con sus horas punta estratégicamente situadas de 10 a 14 y de 18 a 22. Ya que hemos echado de menos trasnochar, ahora tendremos que hacerlo para poner lavadoras. Las eléctricas están llamadas a contribuir a la descarbonización del medio ambiente, pero van a quemarnos a muchas y muchos. Comento todo esto y alguien apunta que en lugar de bonificar los coches eléctricos tendrían que rebajar los impuestos a quienes se mueven a pie, en bici o en transporte público. Se le puede dar una vuelta. Y como la que quita la tentación quita el peligro, me como el aguacate.