Cien años de la Gran Guerra
estuve un verano en Verdún, la ciudad en la que políticos y militares franceses y alemanes perpetraron en 1916 una de las más espantosas carnicerías de la Primera Guerra Mundial. Otro verano visité Auschwitz, el gigantesco campo de exterminio en la ciudad hoy polaca de Oswiecim. Y también las playas de Normandía, con sus pulcros camposantos y sus mares de cruces, todas iguales. Y Dresden, la bellísima capital barroca de Sajonia reducida a cenizas por la aviación aliada en febrero de 1945. Y también aquí cerca, Belchite o Gernika. Lugares donde se encoge el ánimo, donde uno no se atreve a hablar en voz alta para no perturbar el descanso de los miles y miles de soldados y civiles que cayeron allí. Europa está plagada de estas cicatrices.
Este verano se cumplirán cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra, la que cambió Europa y a los europeos, la que volvió loco a Hitler y avivó el fascismo poniendo los cimientos de todo el drama que vendría después. David Stevenson, uno de los más prestigiosos investigadores de la contienda, sostiene que el legado de la Gran Guerra aún sigue provocando derramamientos de sangre en la actualidad. Como si fueran fichas de dominó que caen, la Primera Guerra Mundial generó la Segunda, y esta a su vez el conflicto de Oriente Medio, la Guerra Fría, el Muro de Berlín, el imperialismo americano que desembocó en Corea y Vietnam, o el militarismo ruso que desestabilizó todo el este de Europa y cuyas consecuencias pueden verse ahora mismo en Crimea.
Los jefes de Estado de la Unión Europea recordarán el centenario en junio en Ypres, la ciudad belga martirizada entre 1914 y 1918 y que dio nombre a la iperita, el mortífero gas mostaza que Alemania estrenó en aquellas batallas. Casualmente, la semana pasada murieron en Ypres dos trabajadores al manipular un obús de la Primera Guerra Mundial que apareció en una obra. Son las dos últimas víctimas de la Gran Guerra, un siglo después.