veinte días tiene por delante Pedro Sánchez para entrar en la historia como un político sagaz o para dejar maltrecha su meteórica carrera. Por el momento, todo apunta a la segunda opción, después de haberse empeñado en buscar un pacto a tres con Ciudadanos y Podemos, que sencillamente es irrealizable. Lo es porque ese acuerdo sólo sería posible si alguna de las dos formaciones de nuevo cuño estuviera en disposición de renunciar a su ideario y arruinar su futuro sin haber tenido tiempo de pisar moqueta, y porque Sánchez, en un intento estéril de ocupar la centralidad política, ha jugado sus bazas con una torpeza mayúscula. Primero cerró un pacto a dos inútil, por insuficiente, con Ciudadanos, y luego ha pretendido que a ese carro se sume Podemos, algo a todas luces ilusorio. En definitiva, ha conseguido que dos sean pocos y estos tres, multitud.

La enrevesada aritmética que salió de las urnas el 20-D sí permite otros tripartitos. Uno sería el de la gran coalición con PP y Ciudadanos, que los socialistas descartaron desde la noche electoral y que en ningún caso les daría la presidencia. El otro es el acuerdo a la valenciana que Iglesias reclama desde meses atrás. Nada indica que el PSOE vaya a atreverse con esta vía, pero es la única que le garantizaría la residencia en La Moncloa. Seguramente para capitanear una legislatura corta y convulsa, pero es la que proporciona un cambio político y no un simple recambio.

Entre tanto Rajoy, de quien en todo este tiempo poco hemos sabido, más allá de que tenía la agenda libre, que aprobó para 2016 unos presupuestos electoralistas y que ha mentido con el déficit, observa el espectáculo tranquilo a la espera de que Sánchez se estrelle y le deje expedito el camino hacia la reelección. Porque si finalmente se repiten los comicios sin que medie una catarsis que revolucione el actual reparto de escaños, no le mueve de la poltrona ni una nueva cascada de corrupción en su partido.