después de nueve días de campaña oficial y tropecientos de campaña real, hasta el ciudadano más apolítico del Estado sabe qué uso van a dar a sus escaños PP y Unidos Podemos a partir del 26-J. Dado que los populares no van a gozar ni por asomo de la mayoría absoluta con la que pisotearon multitud de derechos desde 2011 a 2015, a Rajoy no le queda otra que cortejar al PSOE. Lo hace desde la resignación de que con Ciudadanos no le alcanzan los números para gobernar y con la esperanza de que Sánchez, o quien tome las decisiones tras las elecciones, se avenga a posibilitar la gran coalición en cualquiera de sus versiones. Es decir, con los socialistas dentro o fuera del Gobierno.
También conocemos las intenciones de Unidos Podemos, porque Iglesias las repite a diario con una rotundidad que no ofrece dudas. Su idea es formar un Ejecutivo de coalición con el PSOE que encabece el que tenga más votos. Un planteamiento tan lógico como sencillo de entender. Y seguramente por la claridad de sus respectivas apuestas, tanto PP como Podemos son las formaciones que mejor paradas salen en las encuestas.
Bien distinta es la postura del PSOE, que se mueve entre la exasperante indefinición, la astracanada de seguir manteniendo que aspira a ser la primera fuerza y la estupidez de pedir que se respete gobernar a quien más apoyos parlamentarios reúna incluso si no son suficientes para tener mayoría absoluta. No parece, desde luego, que sea la opción que más vaya a seducir a la ciudadanía, que está hasta el gorro de que le cuenten una película en la campaña que poco o nada tiene que ver con la postrera acción política. Sánchez, además, llega a esta cita lastrado por el incomprensible e inútil pacto con Ciudadanos -una formación que aspira a adueñarse del centro desde postulados muy de derechas-, que le sirvió para protagonizar una ridícula investidura, y de cuyo fracaso todavía hoy se atreve de responsabilizar a Iglesias.