Desconfío de ese insistente interés por organizarnos la vida, del empecinamiento que de un tiempo a esta parte tienen algunos por racionalizar -así lo llaman- los horarios de trabajo, de que desayunemos mucho y comamos poco, de ir a dormir pronto y levantarnos con la primera luz del día. Todo en el mismo lote. No voy a poner aquí en tela de juicio sus argumentos porque hay personas que tienen problemas para conciliar, pero palpo que pesa más en la propuesta la productividad que el bienestar. Los hábitos no se cambian de la noche a la mañana; son costumbres de vida asentadas durante generaciones y no pueden modificarse a golpe de gráfico comparativo, de picos de producción o por decreto, como también persigue el Gobierno del PP. Los hábitos tienen también mucho que ver con la localización geográfica, con la climatología, con las horas de luz y, sobre todo, con el carácter de las personas y la cultura que han mamado desde niños. Es admirable el rendimiento escolar de los finlandeses o la laboriosidad germana, pero no creo que esa supuesta desorganización en la que nosotros vivimos y disfrutamos de la vida -con el aperitivo de medio día, las comidas de trabajo, las sesiones golfas de cine, la atracción por todo lo que ocurre de noche- nos ponga en la cola del mundo civilizado ni haya sido incompatible hasta ahora con las obligaciones laborales e incluso familiares. Tampoco los gratificantes puentes del calendario ni la cantidad de fiestas patronales. Nuestros problemas son otros y no se van a solucionar de repente porque el horario de trabajo acabe a las seis de la tarde (para quien pueda, claro) o por acomodarnos a un uso común del meridiano de Greenwich. Si el país entró en crisis no fue por culpa del rendimiento de los trabajadores con jornada partida; la miseria no se oculta dejando las calles vacías a las nueve de la noche; los biorritmos se alteran mucho más ante los casos de corrupción, los desahucios, la violencia de unos seres humanos contra otros o las injusticias que soportan personas próximas. Habrá quien aplauda la racionalización de horarios. Yo lo tengo claro: no quiero vivir en Alemania.
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