el de hoy es uno de los días más felices del ministro de Hacienda. Fue Cristóbal Montoro quien, en septiembre de 2012, anunció una nueva medida impositiva para los premios de loterías que estaría incluida en el anteproyecto de la Ley de Presupuestos Generales del Gobierno del PP. Hasta esa fecha, las retribuciones de los diferentes juegos de azar estaban exentos de tributación salvo para los rendimientos sucesivos que generasen. Ajustando cálculos, entre primitivas, bonolotos, ciegos, etc., etc, Hacienda recibe a final de año un bonito montante que ronda los 1.000 millones de euros de ingresos. “¡Hagan juego, señores: siempre toca!”, celebró el ministro exultante.

Montoro es un trilero de campeonato; agita los cubiletes -¿dónde está la bolita?, ¿dónde está la bolita...?- y te pilla siempre, y te quedas con una cara de pardillo engañado porque sabes que pierdes, sí o sí. No me conformo con ese razonamiento que da por bueno entregar el 20% del premio (hoy unos 80.000 euros por el Gordo) si te metes en el bolsillo los restantes 320.000. Me siento como Miguel Induráin cuando bajaba a tumba abierta por las rampas del Tourmalet jugándose la vida, sabiendo que a final de año casi la mitad de lo que ganaba sería para el Fisco, ese tipo que ve la etapa cómodamente desde el sofá. Quiero decir que no hay proporcionalidad, que lo mismo que gravan los premios con el 20%, mañana lo hacen con el 30% o el 40% porque les da la gana. Y me quejo yo que en la vida me ha tocado algo, ni el jamón que sortean en los partidos de fútbol regional.

Contaba un profesor de Matemáticas que las probabilidades de que te toque “algo” en la Lotería de Navidad es del 5,3%. O sea, cuando compramos un décimo, asumimos un riesgo de fracaso del 94,7%; eso, en cualquier otra actividad, desgrava. Aquí, al contrario, penaliza. Montoro se frota las manos: esos que cantan los números no son niños de San Ildefonso, son inspectores de Hacienda. Oiga, siempre toca.